Mariel Mitidieri

Libros

El extraño y tan esperado regreso de Sergio Magliotti

No hay una piedra en el mundo

que valga lo que una vida

Jorge Dexler. Milonga de un moro judío


Esta tarde de invierno no es fácil de tolerar. Una catarata de sol inunda la calle, desafiando a quienes nos resistimos a sus cálidos abrazos. Mi hijo Julián y sus amigos aprovecharon para quedarse en casa jugando a la Play Station, y yo para trabajar. Los jóvenes han pasado un buen rato sufriendo las vicisitudes de las guerras clónicas con sus espadas láser de caballeros Jedi; o como soldados de la segunda guerra mundial, camuflados y profiriendo gritos en alemán.

—¿Por qué no me matás? —le pregunta Julián a Luana—. ¿Si ya te maté un montón de veces?

—Porque no me gusta —responde ella, con su voz aguda y femenina.

Por mi parte aquí estoy, integrando esta unidad de carne, mueble y máquina que constituimos mi cuerpo, la silla, la mesa, el CPU, el teclado y el monitor. Cada tanto miro por la ventana el desfile de los autos. Los adolescentes pasan esquivando con los skates a las ovejas de mi vecino Melgar, que cruzan a la vereda de casa para comer pasto.

La computadora también tiene su temperamento y decide sola qué música reproducir. Se saltea al Cuarteto de Nos, ignora a Morcillo López, al hijo de Hernández, a Mongo y el oficial, y a tantos personajes que alegran mis días con su mezcla de sarcasmo y descreimiento. En cambio, me trae otra canción proveniente de la misma orilla del Río de La Plata, una de Jaime Roos.

Ahora, justo ahora, que estoy terminando de cargar los supuestos relevantes del proyecto que voy a coordinar. Estaba concentrada, casi terminando podríamos decir. Justo ahora me tiran esta bomba molotov.

Jaime la compuso para que la interprete un tenor o una contralto. Con su voz grave y bigotuda, él queda relegado a los coros; y en los recitales, al final, se emociona y saluda al solista con un abrazo. El reconocimiento es merecido, porque al cantar Fredy Bessio, -la voz del carnaval-, estruja el corazón hasta dejarlo hecho un pedazo de bofe. Jaime Roos le agradece al flaquito pelado que con humildad, sin matices ni gorjeos inútiles, simplemente dice:

Si me voy antes que vos, si te dejo en estas tierras, no le temas a la noche, que en la noche vivo yo.

Mis manos ya no tocan el teclado, quedan abiertas ensayando una caricia sin receptor. Nada las comanda; porque en mi cerebro no hay ideas, sólo ganas de escuchar:

 Si me voy antes que vos, si es así que está dispuesto, quiero que tus noticias hablen del aire y del sol.

El resto de la infraestructura emocional disponible se rinde ante el ritmo de huayno que viene a continuación. No soy yo solamente la que se desbarranca, y queda sumergida en un mar de sensaciones intensas. En la grabación en vivo se puede apreciar que la gente aplaude, silba, se desespera:

Quiero que siempre recuerdes lo que dijimos un día, que cada vez que te ríes, río contigo, mi amor.

Se oye otro sonido más familiar, ronco y desganado. Es el timbre de casa. Afuera hay gente hablando en un idioma desconocido. Abro la puerta y saludo:

—Hola, Sergio —me sorprendo diciendo eso tan tranquila. Pero lo digo.

—¿Cómo estás? —contesta él.

Se lo ve un poco inseguro, apoya parte del cuerpo en un bastón. Con el brazo izquierdo abraza una mujer alta y rubia, de ojos celestes transparentes, casi de mi edad.

Pienso que Sergio ya habrá evaluado el estrago del tiempo sobre mí. En cambio él, está igual. Igual a su hermano Rodolfito, el que trabaja en el correo. Se le parece mucho, y va juntando arrugas alrededor de los ojos y canas en el pelo, como él lo hubiera hecho.

Los hago pasar enseguida. Julián, Luana y los mellizos Cuevas me miran sin entender cuando les hablo:

—Chicos, por favor, apaguen un minuto la tele. Les voy a presentar a Sergio, mi primer novio. ¿Se acuerdan que les conté?

Las visitas se sientan a la mesa del living, corro a poner la pava en el fuego. Él me sigue con la mirada, cuando vuelvo de la cocina, me dice:

—Ella es mi esposa.

Les sonrío, y noto que la mujer se relaja. Los chicos siguen agarrados a los comandos de la Play Station, la sorpresa los ha dejado inmóviles. Sergio retoma la palabra:

—Elena es rusa. No habla castellano, pero entiende.

El silencio ocupa la sala como un gas paralizante. Tomo el dato con naturalidad. Cuando se hundió el Crucero Belgrano, decían que un barco ruso navegaba por la zona y había rescatado a los sobrevivientes. Me aferré a esa idea: era la esperanza de volver a ver a Sergio algún día.

Los uruguayos atacan desde la computadora, no se rinden y disparan:

Si me voy antes que vos y visito tu silencio, no es para verte triste ni para ver tu dolor.

—Me acuerdo como si fuera hoy —digo mientras cebo un mate—, el día que mi mamá entró a la pieza y me dijo llorando: “hundieron el Crucero Belgrano”. Me había levantado a las cinco de la mañana a estudiar para una evaluación de química.

Sergio toma la mano de Elena. Los miro y sigo hablando, mientras los chicos están atentos a todos los detalles.

—¿Y sabés qué hice? Seguí estudiando, nomás. Sí, fui a la escuela, hice la prueba. Debo haber sacado diez, seguro. Pero me había puesto vieja de golpe. Me sentía como esos sapos que aplastan los autos y quedan disecados con los bracitos abiertos sobre el asfalto.

El huayno arrecia como una tormenta con granizo, trillando a su paso las anestesias acumuladas:

Quiero decirte mi amor, con estas torpes palabras, que cada vez que llores lo sabrá mi corazón.

Pienso en Lorena, una compañera menor que nosotros. Venía saltando cursos; rindiendo libre porque era inteligente y estaba apurada, además. Una mañana utilizó toda su agudeza mental para decirme: “si era militar, que se joda, bien hecho lo que le pasó”.

Vuelvo de estos pensamientos, Julián y sus amigos están sentados a la mesa. Sergio ha cautivado a la audiencia:

—Cuando impactaron los misiles ingleses, yo hacía guardia en la sala de máquinas. No sé cómo, después de la explosión, alguien me puso en un bote. Estaba casi inconsciente, me dolía mucho la pierna. Cada tanto miraba hacia el cielo. Veía muchísimas estrellas, parecían flotar en un mar infinito, como yo, junto con mis compañeros. Nos sentíamos perdidos.

Las largas pestañas de Luana se apuran para devolver claridad a la vista. Sergio cambia el ritmo del relato:

—Entonces a lo lejos aparecieron unos haces de luz, era una nave que se acercaba en silencio. Nos estaban rastreando. Sé que nos subieron a unas lanchas, y no recuerdo más nada del naufragio. Luego de la operación en que me amputaron la pierna, no supe quién era. Estuve años internado. Elena me ayudó a recobrar mi identidad, ella es sicóloga y por aquellos tiempos trabajaba en el hospital. Nos enamoramos y nunca más quise regresar. Me han tratado muy bien, tengo un trabajo, hasta puedo jugar al fútbol.

Ella le acaricia la pierna ortopédica:

—Bueno, de arquero —aclara él, y sonríe.

Se están yendo, Elena pide permiso para ir al baño. Yo me quedo mostrándole a Sergio unas plantas en la galería. Él se acerca y me susurra al oído:

—Me contó mi vieja que vos le pasaste el número del casillero que tenía en Puerto Belgrano para que puedan retirar mis cosas. Yo te lo había puesto en una carta porque tenía un presentimiento. ¿Te acordás que siempre te decía que iba a morir antes de los 18 años, como un tío mío? El reloj despertador que te había comprado de regalo, se perdió en el hundimiento. Pero te traje otra cosa.

Sergio saca del bolsillo de la campera un frasco diminuto lleno de un líquido dorado que libera destellos de todos colores. Miles de hilitos de luz se reflejan en su cara y en la mía. Me quedo con el regalo en la mano.

Julián prende la Play Station nuevamente. Está satisfecho, ha resuelto su conflicto interior.

—¿Si ese hombre no hubiera muerto, yo habría nacido? —me había preguntado el día que le conté la historia de mi primer noviazgo.

—¡Qué cosas decís, hijito! —le respondí.

Sergio y Elena se diluyen lentamente, mientras caminan tomados del brazo. Los uruguayos vuelven para el ataque final:

Y no te olvides de algo, que se adivina en la vida, y es que la vida misma es un milagro de amor.

Otra vez quedo desolada. Sin coraje para enfrentar el resto de la tarde. Siento la risa de mi hijo que juega con sus amigos. Me dan ganas de abrir el frasquito. Entonces me baña el perfume de los azahares, de las flores de tilo y de las rosas, el fuego de los atardeceres en el río y las luces del estallido lila del jacarandá. Quizás nunca haya estado tan sola, pienso. Este tesoro me ha pertenecido desde siempre.

Texto: Mariel Mitidieri
Canción; Si me voy antes que vos. Jaime Roos.

Encuentro en 13 y 38

Aspiro el aire de tu paso, tan sólo eso
y emprendo, ciego, un leve abrazo: olor a viejo

Luna Monti y Juan Quintero

El matecito de las siete


Mi abuelo Mitidieri emigró de Calabria a Perú. Allí se dedicó a extraer caucho de los árboles en una ciudad llamada Iquitos, a orillas del Amazonas. Alguien me contó que además era garimpeiro, o sea, buscador de oro en los cauces de los ríos. No tengo muchos recuerdos de él, porque murió antes de que yo naciera. 

Mi abuelo Martinengo también era italiano. Se llamaba Mateo. Vino de Cerro Tanaro, un pueblito del Piamonte, cuando era un muchacho rubio y de ojos azules. Yo lo conocí pelado y panzón, con sus pantalones de grafa, sus tiradores y sus camisetas de frisa. Mi abuelo tomaba vino tinto en un vaso grande de vidrio, y al reírse emitía un gemido muy agudo durante un largo rato antes de liberar una estruendosa carcajada. Como todos los tanos era alegre y malhumorado, melancólico y pícaro, honesto y prejuicioso, trabajador y renegado, bondadoso e infeliz. Mi abuelo Martinengo me quería mucho. Cuando íbamos a visitarlo a La Plata, yo me escapaba al fondo de la casa para comer las ciruelas grandotas y amarillas que crecían al lado de un gallinero abandonado. Me gustaba arrancar los pedazos de goma de color ámbar con tintes dorados que exudaba el viejo árbol debido a las heridas que le había propinado la vida. También me encantaban las uvas chinches que me esperaban sombreando el patio para que me deleitara con ellas en Semana Santa.

Lo que más me divertía era acompañar al abuelo a la feria de la calle 38. Él tenía bien ubicados los puestos donde compraba las manzanas, la merluza, el pan, los zapallitos. En cada operación se encargaba de aclarar que yo era la nieta que vivía en San Pedro, y levantaba la mano unida a la mía para que notaran mi presencia.Volvíamos caminando por la vereda de enfrente. Siempre se encontraba con algún conocido, o con algún cliente que le preguntaba si le había arreglado la plancha. Porque mi abuelo era electricista, y cuando se jubiló se las rebuscaba haciendo changuitas.

Una mañana que veníamos de la feria y estábamos esperando para cruzar en la esquina de la calle trece (una avenida importante por la que pasan muchos coches), vimos acercarse una figura humana vendada de la nariz a los pies. Avanzaba a los tumbos con los brazos hacia adelante, envuelto en una nube de arena que giraba alrededor de ella.

—Me hace acordar a uno de los pacientes del Instituto —dijo el abuelo, recordando sus años de trabajador en el Instituto Médico Platense.

La momia pasó por delante nuestro y nos dejó un poco de arena en los labios y el pelo. Como nos miró de reojo, no sé por qué imaginé que detrás de las vendas escondía una sonrisa cómplice. Nos quedamos un rato viendo cómo se alejaba en dirección al centro.

 —El semáforo está en rojo —dijo el abuelo—. Crucemos. 

Estábamos por poner un pie en el asfalto, cuando un coche negro muy largo hizo chirriar las cubiertas enfrente a nosotros. La puerta se abrió para dejar salir a un muchacho que cubría su cara con un antifaz; llevaba puesto un pantalón de gimnasia de una tela negra brillante y una capa del mismo color. Esta última prenda llamaba la atención, porque tenía una solapa grande que rodeaba al cuello y del lado de adentro era roja. Parece Batman, pensé. 

—¡Coglione1! —gritó el abuelo al desconocido, que lo había pisado al salir del auto—. ¡Fíjese por dónde camina! 

I don´t speak spanish2 —respondió el enmascarado.

 Después nos enteramos por los diarios que efectivamente el hombre era Batman. Había interrumpido unas mini vacaciones con Gatúbela en Hawai, para hacerse cargo de una misión importantísima en Sudamérica. Cuando lo llamaron él se había quejado, pero le contestaron que los norteamericanos tienen que ayudar a otros países. La momia andaba suelta por Argentina. Y eso no se podía permitir porque atentaba contra los valores de la democracia. El de las vendas era un ex faraón que, quién sabe, quizás querría derrocar al presidente electo.

El humor de Batman empeoró en el aeropuerto de Ezeiza cuando le entregaron el auto sin un muñequito de pájaro loco que colgaba del espejo, y que le había regalado su mamá. Además cuando llegó al hotel, se dio cuenta de que le habían sustraído la capa del bolso, por lo que tuvo que comprar otra en una tienda de disfraces, pero solamente había encontrado la de Drácula. Encima después, por dejar el auto abierto, le robaron también unos discos de tango que había comprado para Robin. En fin, aunque su ánimo no era de los mejores, Batman enseguida vio a la momia (porque para eso sí era eficiente), y había tomado carrera para atraparla cuando el abuelo se le tiró encima y le dijo: 
—Deje tranquilo a ese pobre hombre que es muy anciano, y está paseando nomás.

¡Para qué! A Batman le dio un ataque. No tuvo mejor idea que confundir al abuelo con otro súper villano de esos que él acostumbraba enfrentar. Lo agarró de los tiradores y lo hizo dar vueltas y vueltas como un minuto hasta que lo lanzó al aire. El abuelo levantó altura, pasó por encima de la Plaza Belgrano y lo perdí de vista. Me quedé llorando agarrada del poste del semáforo, hasta que me encontró un vecino y me acompañó hasta la casa. Mi abuela, mi papá, mi mamá y mis hermanos miraban todo por la tele, porque ya estaban los medios cubriendo la nota. Pero yo solamente creí lo que el mismísimo abuelo me contó.

Después del revoleo de Batman, él había seguido su trayectoria sobre la calle catorce, hasta que quedó enganchado en una de las torres de la catedral (que todavía no estaban construidas, para colmo, porque se hicieron mucho tiempo después). Una monjita lo descubrió en esta posición tan embarazosa, y fue corriendo a avisarle al cura. 

—Es don Mateo —dijo la mujer, luego de observar con un largavista. Ella lo conocía del Instituto Médico Platense, donde trabajaba de enfermera. 

El sacerdote hizo la señal de la cruz y llamó a los bomberos, que vinieron enseguida en una autobomba roja trayendo una larguísima escalera. Pero el abuelo no hacía caso a las directivas de los socorristas, más bien trataba de no mirar para abajo. ¿Qué opinarían sus parientes de Italia si lo viesen en esa situación? Pensó. Él se había ido sin saludarlos, pero no por mal educado, sino porque creyó que iba a volver enseguida. No se imaginó que América quedase tan lejos.

De pronto se vio perdido: además de la precariedad de la situación, la torre comenzó a moverse de un lado a otro. El aire giraba a su alrededor trayendo hojas secas y papeles. Los tiradores ya no soportaban el peso de su cuerpo. Para colmo de males, en ese momento sintió que le tocaban el hombro. Una señora muy viejita, toda vestida de negro y colgada de un paraguas, le preguntó dónde estaba la parada del tranvía. En el medio de la confusión, el abuelo alcanzó a sentir ternura por esa mujer que hablaba con el mismo acento de su tierra. No se animó a decirle que el tranvía no pasaba más, pero le pidió ayuda para bajar. Catalina La Molina (así se llamaba la señora) le ofreció la mano. Él se aferró con todas sus fuerzas a ella, y ambos descendieron girando en la polvareda provocada por el remolino. Finalmente el abuelo apareció cerca de la autobomba, donde los socorristas enloquecidos por la tierra que les había entrado en los ojos, no podían creer que estuviera intacto. Después encendieron la sirena y tomaron la calle trece a toda velocidad. Trajeron al abuelo a la casa, y se fueron apurados porque los habían llamado del cuartel.

Ese día comimos merluza, uno de mis platos favoritos. Como sucedía a menudo, porque mi abuela siempre fue muy olvidadiza, recién a eso de las cinco de la tarde se acordó que en el horno tenía una fuente con zapallitos rellenos que siempre preparaba cuando íbamos de visita.


Nota de la autora: Lo que les conté recién, es lo que la frágil memoria trae a mi cerebrito consumido por una adicción al trabajo que seguramente heredé y me está trayendo graves consecuencias, así que tengan cuidado con eso. ¿Qué era lo que quería contar? ¡Ah! Sí, ya me acordé. Cuando escuchó este cuento, mi hermano Flavio me contó que la historia no terminó así. Según él, Catalina La Molina no lo quiso ayudar al abuelo. Se había ofendido porque no le dijo por dónde pasaba el tranvía y además, porque hablaban dialectos diferentes y no se llegaron a entender. Según Flavio él fue quien salió corriendo cuando vio lo que sucedía, y no paró hasta llegar a la Plaza Moreno donde está la catedral. Como es un excelente jugador de tenis, se puso de acuerdo con los bomberos. Lanzó un terrible pelotazo dirigido a los tiradores del abuelo, que se desprendieron liberándolo de la torre. El abuelo descendió en caída libre asustadísimo, sosteniéndose los pantalones y aterrizó sobre una red que habían puesto los socorristas, así que no se hizo nada.


Opiniones de la crítica sobre este cuento

Irma (setenta años, hija del abuelo Martinengo): ¿Pero esto pasó de verdad?
Santino 1 (seis años, hijo de Flavio): Tía, dejá de hablar pavadas.
Santino 2: Tía, contame de nuevo el cuento del abuelo Martinengo.

Texto: Mariel Mitidieri
Ilustraciones: Luana Camarasa

La huerta mágica del barrio la Tosquera

En esta novela conocerás a los habitantes del río Paraná, verás la magia que esconde una huerta y te preguntarás qué hacer con toda la basura que generamos.


Reseña

Irupé es la hija menor de una familia de hadas y duendes que vive en una isla a orillas del Paraná. Ella trabaja como niñera de los bebés raya y de los pequeños sábalos que crecen en el fondo del río. A la tardecita sale a cuidar las plantas de tomate, los pimientos, los choclos y las lechugas que cultiva su amigo Lautaro. Un día, descubrió que el muchacho y su familia trabajan en el basural donde realizan en silencio otra tarea muy importante para el pueblo donde viven, y decidió colaborar con él. La portada de este libro, que seguramente te va a encantar fue realizada por la ilustradora Natalia Tramonti. Aquí te comparto uno de mis capítulos favoritos, espero que te guste.

La amistad en los tiempos del cambio climático

La sirena Merlina llega a la ciudad de La Plata en una balsa impulsada por una raya de río y acompañada por doce carpinchos, para rescatar a su amiga Giuliana de la inundación.


Reseña

Giuliana viaja desde La Plata a pasar unos días de vacaciones con sus abuelos que viven en San Pedro, un pueblo a orillas del río Paraná. En la pileta del club Náutico conoce a Merlina, una chica divertida que no se cansa de escucharla hablar, y que parece hija de pescadores o de isleños. El pelo negro de Merlina cubre todo su cuerpo, (nadie le llama la atención por no usar gorra de baño), y lo mejor de todo, puede pasear por el fondo de la pileta donde las mojarritas, los dorados y los sábalos la saludan y respetan. La amiga nueva nada como un delfín y sus piernas terminan en una aleta de color azul tornasolado.

Pero un día, Merlina la sirena abandona la pileta sin despedirse. Giuliana queda desolada y al volver a La Plata, comparte su secreto con Isabella, su compañera de patín y compinche. Un par de meses más tarde, el otoño llega a la ciudad y con él una tarde de lluvia interminable que trajo la inundación. Las veredas quedan sepultadas bajo un líquido apestoso que sube desde las cloacas, y las calles se convierten en ríos. Mientras que la familia de Giuliana se traslada al primer piso de la casa, Isabella y su mamá se refugian en un edificio en construcción, pero el agua acecha y no tienen dónde ir. En medio de la tormenta, aparece Merlina, al mando de una balsa tirada por una raya gigante y rodeada de carpichos. ¿Podrá la sirena encontrar a Isabella y salvarla?

Esta es una historia que te va a atrapar, y que te invita a reflexionar sobre cómo las personas están descuidando a nuestra casa grande que es el planeta. El clima está cambiando por causa de los descuidos del ser humano, y suceden eventos desfavorables que ocasionan daños irreversibles. 

La portada de este libro fue realizada por mi compañera de escuela y fotógrafa Adriana Calvelo, pero también verás ilustraciones de dos amigos Martín Barbieri y Gustavo Façincani Dourado. Patricia Pintos, María Rosa Delprino, Irma Martinengo y Adriana Natalicchio aportaron valiosos textos que te permitirán divertirte y aprender. Aquí podrás conocer la historia de estas tres amigas y entender qué es el cambio climático, cómo se vivía antes sin tanta tecnología y cuáles son los efectos de la urbanización sobre el ciclo del agua. 

Al final de todo te espera un regalo que te va a encantar, si eres ese tipo de lector o lectora que no ha perdido la ilusión y se anima a regalar alegría a quiénes lo rodean.

Historia de los hidros y los oxis

En este libro te invito a acompañar a las moléculas de agua en miles de aventuras, y comprender cómo cuidar este elemento esencial en nuestras vidas.


Reseña

Para escribir esta historia me inspiré en las ganas de que los lectores vivieran de cerca los procesos maravillosos que implican la formación de la molécula de agua, y los cambios de estado por los que pasa este elemento esencial para la vida en el planeta. 

Al leer este libro podrás disfrutar dos historias paralelas. La de los hidros y los oxis, los átomos de hidrógeno y de oxígeno que forman las moléculas de agua. Ellos se hacen amigos y viven aventuras como parte de la “hidrobanda”, hasta que entran en el cuerpo de Federico, un niño que sufrirá las consecuencias de no tener acceso al agua potable. 

La otra historia involucra a los humanos relacionados por distintas razones a una compañía de rellenos sanitarios que no trata adecuadamente sus residuos y contamina las napas de una localidad. 

Este libro ha sido publicado por la editorial SM y la ilustración de la portada es obra de Gonzalo Kenny. Obra finalista recomendada en el premio El Barco de Vapor 2013, fue incluida en el Catálogo CELAIC-IBBY de libros infantiles para el desarrollo sostenible para América latina y el Caribe.